Una mandarina para el desayuno del domingo y la calma habitual de una ciudad aperezada por el frío, que sin embargo, comienza a despertar, marcan el inicio de este día. El leve sabor amargo del té y la acidez de la fruta detonan el ejercicio de la memoria.
Vengo de días de continuo movimiento, el nomadismo hace casa en mí, pues no tengo más opción que dejar fragmentos deshivalnados de una gitana sin más hogar que su equipaje. Una pequeña higuera crece en un apartamento cercano al Panthéon; mis manos no volverán a prodigarle cuidados ni mis pasos volverán sobre el balcón donde fumé los últimos estertores de uno de los peores años que viví.
Cuando tomo mi equipaje no conozco el destino, pero siempre encuentro algún buen samaritano que le apena mi figura escurrida y las enormes maletas que apenas puedo empujar, -no todos los parisinos son tan mala leche como se podría pensar-. Entonces llego. ¿Adónde? A otra casa, a otras paredes que albergan distintos sueños y saberes. Otros seres que me miran sin comprender el salto al vacío, la huída hacia un mundo sin coordenadas posibles.
Pese al salto, no es difícil aparentar que se pertenece a ese mundo donde las personas tienen trabajo estable, techo y seguridad social. Luego los amigos respiran tranquilos, el gato de la nueva casa deja de arañarme la piel y un dejo de satisfacción se respira en el ambiente. No obstante, en pocos días, la historia recomienza. Es imposible tomar lo depositado y llevarlo de nuevo, se quedará un peine, una libreta, el jabón, o algo más sustancial, como el modo de andar que sólo el gato reconoce y nunca más volverá a esperar.
La mandarina tiene el aroma de mi nostalgia, por ello, aunque Proust me aburra lo comprendo, él comía magdalenas, yo me deleito con las mandarinas. Me traen el aroma de una infancia despreocupada, al lado de mi abuela y sus historias maravillosas. Con ellas recuerdo lo fácil que era ser feliz aunque el mundo se hubiera desmoronado como un pan de escasa levadura.
Hace 30 años mi pequeño mundo se desmoronó, pero tenía a mi madre, mi abuela, mi tío y las mandarinas. El cielo era azul y nunca he dejado de creer en la magia, sino no hubiera empezado este viaje. Un 25 de enero de 1979 asesinaron a mi papá, Alberto Fuentes Mohr, y aún ahora el perdón se me hace una fruta tan poco digerible como la política. Pienso ahora mismo en el corazón estrujado de mi madre, quien comerá más bien un poco de papaya y sus lágrimas se confundirán con el primer té de la mañana.
Quizás si viviéramos en la costa podríamos esperar que nuestro llanto se uniera junto al mar, pero a la distancia sólo nos queda el pragmatismo de comer nuestras frutas y dejar que la memoria se desencadene por este viejo y querido aroma, que 30 años después aún no hemos olvidado.
Vengo de días de continuo movimiento, el nomadismo hace casa en mí, pues no tengo más opción que dejar fragmentos deshivalnados de una gitana sin más hogar que su equipaje. Una pequeña higuera crece en un apartamento cercano al Panthéon; mis manos no volverán a prodigarle cuidados ni mis pasos volverán sobre el balcón donde fumé los últimos estertores de uno de los peores años que viví.
Cuando tomo mi equipaje no conozco el destino, pero siempre encuentro algún buen samaritano que le apena mi figura escurrida y las enormes maletas que apenas puedo empujar, -no todos los parisinos son tan mala leche como se podría pensar-. Entonces llego. ¿Adónde? A otra casa, a otras paredes que albergan distintos sueños y saberes. Otros seres que me miran sin comprender el salto al vacío, la huída hacia un mundo sin coordenadas posibles.
Pese al salto, no es difícil aparentar que se pertenece a ese mundo donde las personas tienen trabajo estable, techo y seguridad social. Luego los amigos respiran tranquilos, el gato de la nueva casa deja de arañarme la piel y un dejo de satisfacción se respira en el ambiente. No obstante, en pocos días, la historia recomienza. Es imposible tomar lo depositado y llevarlo de nuevo, se quedará un peine, una libreta, el jabón, o algo más sustancial, como el modo de andar que sólo el gato reconoce y nunca más volverá a esperar.
La mandarina tiene el aroma de mi nostalgia, por ello, aunque Proust me aburra lo comprendo, él comía magdalenas, yo me deleito con las mandarinas. Me traen el aroma de una infancia despreocupada, al lado de mi abuela y sus historias maravillosas. Con ellas recuerdo lo fácil que era ser feliz aunque el mundo se hubiera desmoronado como un pan de escasa levadura.
Hace 30 años mi pequeño mundo se desmoronó, pero tenía a mi madre, mi abuela, mi tío y las mandarinas. El cielo era azul y nunca he dejado de creer en la magia, sino no hubiera empezado este viaje. Un 25 de enero de 1979 asesinaron a mi papá, Alberto Fuentes Mohr, y aún ahora el perdón se me hace una fruta tan poco digerible como la política. Pienso ahora mismo en el corazón estrujado de mi madre, quien comerá más bien un poco de papaya y sus lágrimas se confundirán con el primer té de la mañana.
Quizás si viviéramos en la costa podríamos esperar que nuestro llanto se uniera junto al mar, pero a la distancia sólo nos queda el pragmatismo de comer nuestras frutas y dejar que la memoria se desencadene por este viejo y querido aroma, que 30 años después aún no hemos olvidado.
7 Lenguas inquietas:
Hola Laura, te mando un gran saludo desde la nación de los Costarricidas.
Al leer este texto que tienes puesto me llené de muchas sensaciones, pero sobre todo me dio una gran tristeza por lo que cuentas sobre tu padre, la verdad ni me imagino lo que debes de sentir y el dolor que este día trae tanto para ti como para tu mamá.
Como tú bien sabes en mi caso cuando mi padre era adolescente, mucho antes de que se casara con mi madre y me tuvieran es fue tomado prisionero por el ejército de Chile poco después del golpe de estado contra Allende, era apenas un niño de 16 años cuando lo alejaron de su familia y de sus seres queridos para torturarlo, llevarlo al paredón y descargar sus armas alrededor de él solo por diversión, cuando mi madre me contó todo eso mi corazón se calló a pedazos, jamás he logrado comprender como puede existir gente tan malvada en este mundo, que goza con el dolor ajeno y no tiene miramientos en asesinar a quien sea por intereses políticos deshumanizados.
A diferencia tuya yo tengo la dicha de que mi papá está vivo y lo puedo abrazar y besar todos los días, pero como igual que tú él perdón es algo que no puedo digerir por todo lo que le hicieron a mi padre.
A ti los asesinos de tu padre te negaron el cariño infinito que él te podría dar y le rompieron el corazón a tu madre para siempre, esas son cosas que nunca tendrán perdón.
Te mando el más sincero abrazo a la distancia para acompañarte.
Hermoso texto. Desde un balcón lejano te mando un beso y una mandarina. :*
Laura: mucha fuerza, luego recordaras todo con una sonrisa de paz. Lo mejor para vos.
Lau, un abrazo desde este chepe frío frío.
besos sororarios y suerte x esos lares.
Hola Laura, como mucho "ticos" desconocìa lo de tu papà y no es q me alegra saber de su muerte,sino por el contrario la "Desesperanza" que me dal, al saber que siendo tan pequeños nos alejamos en puentes importados sin siquiera sentarnos a vernos de vez en cuando a los ojos. Te cuento q un profe y buen amigo Rafael Cuevas, recientemente terminò su novela 300, al respecto de la desclasificación de los archivos de la guardia y el 300 en referencia a la clave que se ponía en cada expediente de los asesinados.
Un fuerte abrazo en esta CR q se desangra q pesar de los "planes" y escudos...
La cáscara de las mandarinas se usa para hacer perfume francés, el perfume hace más llevadera la nostalgia.
Un abrazo fuerte que huela a mandarinas.
Te doy una receta para el desayuno: poné en el congelador unos tuquitos de melón para que se congelen...a la mañana siguiente hacés jugo de mandarina y lo licuás con el melón, si querés le ponés una pisquita de azúcar y si no no.
Sabe a terciopelo.
un abrazo...
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