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17.1.10

Ojalá que me vaya bonito

De vuelta al barrio La Dolorosa algo se me quiebra en el alma. Seguro es el albur. Los edificios vecinos cambian de color pero la vejez sólo se maquilla, ellos lo saben y yo también. Recorro el zaguán de mi casa con sigilo, mis pasos resuenan sobre los de mis abuelos en un pasado ya muy lejano. Los espejos nos reflejan en sepia desde 1936. Y entonces reencuentro lo querido: mi madre y su sonrisa. El mosaico de arabescos inextricables. Un angelito azul que me interroga. El aroma de la lasagna cuyos secretos hoy también conozco. La fotografía del abuelo en la sastrería. El té de las cinco. La biblioteca presa de algunas bestezuelas con apetito literario. La hibridez de mi familia en el trópico lluvioso. Un solcito que me acaricia la piel y me devuelve el color.

Entonces me acordaba de París, como podría acordarme del árbol de aguacate que nació de forma imprevista en el viejo patio de cemento. Como uno de esos sueños maravillosos que crecen y desaparecen en la penumbra de la vigilia. Con un cariño extraño hacia lo lejano y un afecto renovado a lo cercano. Volví luego a mi barrio parisino y sus callecitas me dieron la bienvenida, reflejando en cada charquillo de nieve derretida la imagen de una vieja torre de hierro, que solamente en su nocturnidad despliega toda su magia.

Sabiendo como vos, que nunca lées esta bitácora abandonada, que vivo en un exilio interior. Que hace muchas lunas pertenezco a esa estirpe condenada a cien años de soledad. Repitiéndome una vez más que mi casa siempre ha estado donde me lleve el corazón.