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4.2.10

La obscenidad del poder

Hubo una vez un pueblo domesticado por generaciones y generaciones de oligarcas latifundistas, que reproduciéndose entre ellos consiguieron el dominio político de una remota ex-colonia española. Crearon así una mayoría de ciudadanos de segunda clase, sin aspiración a ningún cambio, cómodos en su letargo cuasi milenario. Creció esta clase media ajena al clamor de indígenas y campesinos que se veían despojados de su tierra, conforme se reproducía la clase oligarca y sus nexos con el mercado internacional crecían hacia fines del siglo XIX.

Al calor del grano de oro forjaron un imaginario que pretendió borrar de un plumazo todas las diferencias. En esa pequeña república al comenzar el siglo XX se inculcaba a todas las personas que no existían afrodescendientes, indígenas, comunistas, feministas, homosexuales... Pasaron todas y cada una de las revoluciones latinoamericanas ya bien entrado el siglo XX, y el pequeño país se convirtió en refugio de disidentes, guerrilleros, exiliados... Mas en el imaginario se mantuvo siempre la incólume paz como paloma ciega y muda ante los atropellos sufridos por otros. Algunos levantaron su voz -los que nunca existieron- y se quedaron solos, muy solos.

Al terminar el siglo XX los ciudadanos de segunda clase ya pertenecían a una tercera y cuarta clase. La pobreza latente finalmente explotó ante los privilegios que seguían detentando los descendientes políticos de aquellos primeros oligarcas, que desde siempre contaron con la bendición eclesiástica -salvo, contadas excepciones- para enriquecerse a costa de otros.

Entonces, muchos años después, aquella gente domesticada intentó quitarse las riendas de encima, defendiendo, como lo había aprendido, el valor de la palabra para expresarse libremente. Los descendientes de los oligarcas, llamados en el siglo XXI neoliberales, jamás imaginaron que el experimento de "la excepción latinoamericana" se saliera de su rumbo. Temieron lo peor y reprimieron las manifestaciones en las calles. No obstante, el pueblo consiguió su propósito y se opuso por una vez a los planes de sus gobernantes. Sin embargo, la gente apenas saboreaba su triunfo, y ya perversas maquinaciones se tendían no sólo para privatizar las telecomunicaciones, sino toda la soberanía del pequeño país centroamericano; sus aguas, sus tierras, su aire y su ser.

Pese a una férrea campaña contra la concesión de la soberanía al todopoderoso imperio estadounidense, la gente, que ya no soportaba más riendas, perdió ante el dinero y el poder ejercido por éste sobre sus gobernantes. Los mismos que buscaron perpetuarse en el ejercicio del poder, para hacer cada vez más mofa de la pretendida democracia centenaria de la cual hacía gala la pequeña república.

El pueblo burlado, pero ya no domesticado ante la obscenidad del poder, tuvo una última oportunidad. Porque la historia es irónica y los ungidos por el poder en realidad nunca cambian en ese pequeño país centroamericano llamado Costa Rica, ahí todos son finalmente marionetas de titiriteros con más o menos poder que otros. No obstante, la capacidad crítica finalmente se cimentaba en una parte de la población venida a menos, y esta gente acudió al gran teatro electoral con la firme convicción de al menos, comenzar a cambiar de titiriteros.